Caía la noche cuando la reina de Escocia se retiró a la capilla para rezar por su alma. La presencia de su confesor le había sido negada. Había tomado su sentencia de muerte con resignación y alivio. Su cautiverio, de casi veinte años, le había dejado secuelas imborrables. El castillo de Fotheringhay había sido su prisión por orden de su prima, Isabel I de Inglaterra.
María sabía que más allá de
los enfrentamientos entre católicos y protestantes, de las cartas falsificadas
que no llevaban su firma, la causa de su encierro y fatal desenlace, nacían del
rencor y la envidia que su prima le profesaba. Sólo las unía el deseo de ser
artífices de los destinos de sus reinos.
En víspera de su muerte y después de escribir algunas epístolas, reunió a su servidumbre y repartió entre ellos el dinero que poseía. Su guardajoyas se lo obsequió a sus fieles criadas. Solicitó a su leal mayordomo que le dijese a Jacobo, su hijo y príncipe heredero, que no tomase represalias contra sus enemigos.
El día de su muerte amaneció frío
y brumoso. El patíbulo, cubierto de ásperas telas, la esperaba. María llegó a
él vestida de terciopelo negro y jubón rojo, antes de arrodillarse pidió que le
vendaran sus ojos. Entre plegarias y llantos, la hoja del hacha cayó sobre su
cuello blanco. No fue uno sino tres golpes los que desprendieron la cabeza de
su cuerpo.
No hubo afrenta mayor para una reina, cuando a modo de trofeo, el cruel verdugo exhibió su cabeza gritando “Dios guarde a la reina Isabel”.
Movidos por la superstición y
el miedo, quemaron rápidamente todo objeto salpicado por su sangre. Luego la
introdujeron en un féretro de plomo y la mantuvieron insepulta durante siete
meses. Agobiada por sus remordimientos o temerosa de no ser querida por los
escoceses, Isabel ordenó llevar el cuerpo a la catedral de Peterborough.
Años más tarde, su hijo rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, exhumó sus restos para que fuesen trasladados a la Abadía de Westminster.
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