Julia Domna,fue todo un personaje




Julia Domna fue un auténtico referente para su época, una  siria que con su perfil helénico-oriental produjo un cambio importante en la mujer latina, fue centro de una movida intelectual y filosófica de gran trascendencia para la cultura romana, pero por sobre todo  fue la forjadora de una nueva dinastía: La Severa.



Nació en la ciudad de Emmesa en el 170 d C., y en su biografía se entretejen la historia, el mito y la pluma literaria del prestigioso escritor Santiago Posteguillo. Se casó a los quince años con el ambicioso comandante de legiones Lucio Septimio Severo del que tuvo dos hijos. Lucio Septimio Basiano y Plubio Septimio Geta. 


Busto de Lucio Séptimo Severo, esposo de Julia.








Llegó a Roma acompañada por otras mujeres sirias, entre ella su hermana Julia Mesa, la cuales fueron creadoras de un círculo cultural con marcados rasgos helénicos que las diferenciaron y distanciaron al comienzo de las matronas romanas; pero que sin lugar a dudas dejaron su impronta al acabar la dinastía severa.



Durante la dictadura de Cómodo y, antes de su asesinato, Julia logró huir con su familia a la provincia gobernada por su esposo y, a partir de ese momento, con una fe ciega en su destino divino y una confianza plena en el estratega Lucio  Severo, decidió acompañarlo en todas sus campañas militares haciendo partícipe a sus hijos de todas las vicisitudes acaecidas.   

La fortuna no la abandonó hasta llegar a convertirse en la emperatriz de Roma y la progenitora de la tercera dinastía romana: la de los Severos.
   
Esta Julia Domna, sensual, persuasiva, temeraria y hermosa es la que nos presenta Santiago Posteguillo en su extraordinaria novela. Una mujer que arriesgó su vida y la de los suyos por conseguir lo que más ambicionaba: la inmortalidad de la familia Severo en el devenir histórico de un imperio que, bajo su perspectiva, no podría nunca sucumbir. 




Sin embargo, una segunda parte de esta Yo, Julia hubiera dado un giro y nos hubiera contado posiblemente como la famosa emperatriz, retó a los dioses y dejó algunos cabos sueltos que con el tiempo le fueron jugando en su contra.


  A pesar de toda la influencia ejercida sobre su esposo, jamás  pudo romper el vínculo estrecho que unía a éste con   el prefecto Fulvio Plautiano. Un hombre que la odió desde el primer día que la conoció, un rechazo recíproco;  pero en el que Julia no puso demasiada atención.   Y una vez consolidado en su cargo, Plautiano no se detuvo hasta acusarla (falsamente o no) de adultera y hacer que su imagen quedara relegada a un segundo plano.  

La muerte del emperador Séptimo la reivindicó en su poder, pero otra carta mal jugada le produjo otro dolor irreparable:  La enemistad de sus hijos. La mater castrorum, protectora de las legiones, musa del coraje y el arrojo a la hora de matar al enemigo, no sólo fue un estímulo valioso para los soldados en el campo de batalla, sino también para sus hijos que estaban presentes y con cada conquista de su padre,  acrecentaron entre ellos un recelo y distanciamiento irreparable. 



Caracallo                           



                                                 Geta  







 Tras la muerte de Séptimo, el primogénito ocupó el trono con el apelativo de Caracalla, término que designaba a una capa gala que desde un comienzo comenzó a usar el flamante emperador. 


Sin embargo cegado por la ambición, el egocentrismo y la soberbia con la que había sido educado, acabó asesinando a su hermano en presencia de su madre.



Además lo condenó al olvido a través del decreto 
Danmatio memoriae, por el cual se eliminaba su nombre y figura de todo instrumento público. 








Sin embargo, la frivolidad con la que Julia resurgió, tras el asesinato de Geta, la reveló como una mujer sin escrúpulos que se amalgamó con más fuerza a la megalomanía de Caracalla para convertirse en su consorte y cogobernar con él.  Estrategia política o no, la nueva Yocasta no reparó en los medios para alcanzar su meta.


 Con el asesinato de Caracalla, Julia intentó mantenerse en el poder; pero ni su salud ni sus enemigos se lo permitieron. Refugiada en su palacio de Antioquía, se dejó morir lejos de las grandezas y reconocimientos de las que estuvo acostumbrada toda su vida. 



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