Manuela Sáenz, más allá del mito




Manuela Sáenz fue una mujer extraordinaria, un espíritu libre que le tocó batallar en una época de pruritos e hipocresía. Y fue juzgada hasta entrado el siglo XX más por sus devaneos y conquistas que por sus convicciones y compromiso con la gesta patriótica.
No sólo la historia, sino también la literatura quiso reivindicar su figura haciendo que la ficción se sustente en hechos y no en dichos. Desde la historiografía hasta la más pura poesía, tuvo a Manuela como fuente de inspiración.                          






Manuelita, la rebelde de los conventos

Manuela Saenz nace en los albores de los movimientos independentistas, fruto de una relación extramatrimonial. Huérfana de madre, es acogida los primeros años de vida en el hogar paterno. Lo más permanente de esa primera infancia fue la relación con sus dos esclavas Jonatás y Nathán quientes la acompañaran hasta el final de su vida.  La familia decide internarla en un convento para que reciba la educación correspondiente a una mujer de su clase. Sin embargo, sus intentos de fuga no le dieron tregua a las monjas.


Manuela, la deshonra de la familia


La pasividad, la sumisión y el ostracismo de la vida del convento enervaban su espíritu rebelde y sus ansias de libertad, de compromiso con la gesta revolucionaria, que se filtraba solapadamente tras los muros del convento, la llevó a tener un escarceo con un oficial realista. El hecho no pasó desapercibido ante la opinión pública de la sociedad quiteña y su desliz terminó en un pacto matrimonial con un comerciante inglés que transitaba por el lugar. 





Manuela, la esposa por contrato

James Thorne, un médico y comerciante inglés, entrado en años, soltero y con deseos de formar una familia en la próspera Lima fue el candidato.  Sin embargo, las intenciones de   Manuela, una morocha de ojos negros y piel blanca tan exuberante físicamente como avasalladora en su personalidad estaban en las antípodas del flemático y aburrido doctor. Para ella el matrimonio sólo representaba un salvoconducto para acceder a la alta sociedad limeña comprometida con la causa emancipadora. Su participación en la gesta patriótica por la independencia le valió el reconocimiento del general San Martin y la condecoración que él mismo le otorgó como Caballeresa del Sol. 



Manuela y el amor de su vida

De regreso a Quito, participa del jubiloso recibimiento que la sociedad le brinda al Gral. Simón Bolívar. Acompañada de sus queridas negras, y deseosa de conseguir su atención le lanzó dese su tarima una corona de laureles que, como flecha de Cupido, le impacta en el corazón del Libertador.  El general quedó prendido de su mirada y, esa misma noche, en un baile que se dio en su honor, un amor incandescente los abrasó en cuerpo y alma. Sus encuentros no sólo se dieron entre las sábanas, sino también en el campo de batalla. Unida al Cuerpo de los Húsares, primero fue nombrada teniente y después coronel. Respaldó y cuidó a su general, como una gata encelo y lo salvó en dos ocasiones de morir asesinado. Bolívar la llamó a partir de ese entonces Libertadora del Libertador.




Manuela y su exilio

Con la caída de su general, Manuela es víctima de una persecución política del gobierno de Colombia que termina en su destierro. Un derrotero de ingratitudes la llevó de Jamaica a Guayaquil para terminar en Paita, un puerto en el desierto peruano al que solo llegaban barcos balleneros.
A pesar de que su escasa salud la postró en una silla de ruedas, Manuela enfrentó la indigencia vendiendo dulces, tabaco y haciendo bordados. En el Diario de Paita, pletórico de cartas y episodios dio cuenta de su pasado; pero el encuentro con el viejo mentor de Bolivar, Simón Rodríguez y la inesperada llegada de Giuseppe Garibaldi, iluminaron y enriquecieron fugazmente su presente. Finalmente, la difteria se la llevó, como a tantos otros, el 23 de noviembre de 1856.



Manuela Saenz, la caballeresa, la libertadora, la insepulta de Paita fue una mujer difícil de encasillar dentro del imaginario femenino de su siglo. Portadora de una personalidad que, en ocasiones, seducía con ceñidos vestidos, generosos escotes y flores en la sien, mientras en otras, batallaba con  su uniforme de combate, blandiendo su espada y escondiendo su melena debajo del sombrero de chulla, no se rindió nunca, por el contrario fue una mujer que se construyó a sí misma, que elaboró sus propios códigos y los respetó hasta su muerte.

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